El Economista

La falacia del riesgo financiero climático

John H. Cochrane

• La idea de que el cambio climático representa una amenaza para el sistema financiero es absurda, sobre todo porque todo el mundo ya sabe que se está produciendo el calentamiento global y que los combustibles fósiles se están eliminando gradualmente. El nuevo impulso para la regulación financiera relacionada con el clima no se trata realmente de riesgo; se trata de una agenda política.

STANFORD – En Estados Unidos, la Reserva Federal, la Comisión de Bolsa y Valores y el Departamento del Tesoro están preparándose para incorporar la política climática en la regulación financiera estadounidense, luego de los pasos aún más audaces de Europa. La justificación es que “el riesgo climático” plantea un peligro para el sistema financiero. Pero es una afirmación absurda. Se está utilizando la regulación financiera para introducir a las escondidas políticas climáticas que, de otra manera, serían rechazadas por impopulares o inefectivas.

“Clima” se refiere a la distribución de probabilidad del tiempo –el rango de potenciales condiciones y eventos climáticos, junto con sus probabilidades asociadas-. “Riesgo” se refiere a lo inesperado, no a cambios que todos saben que están en curso. Y “riesgo financiero sistémico” se refiere a la posibilidad de que todo el sistema financiero se desintegre, como casi sucedió en el 2008. No significa que alguien en alguna parte pueda perder dinero porque el precio de algún activo caiga, aunque los banqueros centrales rápidamente están ampliando su campo de acción en esa dirección.

Por lo tanto, en lenguaje sencillo, un “riesgo climático para el sistema financiero” se refiere a un cambio repentino, inesperado, grande y generalizado de la distribución de probabilidad del tiempo, suficiente para causar pérdidas que castiguen las reservas de capital y los amortiguadores de la deuda de largo plazo, provocando una corrida en todo el sistema sobre la deuda de corto plazo. Esto se refiere al horizonte de cinco años –o como máximo diez años- en el cual los reguladores pueden empezar a evaluar los riesgos en los balances de las instituciones financieras. Todavía no se han otorgado préstamos para 2100.

Un evento de esta naturaleza está más allá de cualquier ciencia climática. Los huracanes, las olas de calor, las sequías y los incendios nunca han estado ni cerca de causar crisis financieras sistémicas, y no existe ninguna posibilidad validada científicamente de que su frecuencia y severidad vayan a cambiar tan drásticamente como para alterar este hecho en los próximos diez años. Nuestra economía moderna, diversificada, industrializada y orientada a los servicios no se ve tan afectada

por el clima –ni siquiera por los eventos que alcanzan los titulares-. Las empresas y la gente todavía se están desplazando de la zona industrial fría conocida como el Cinturón de Óxido (que abarca Wisconsin, Pensilvania y Michigan) a los estados calurosos y proclives a los huracanes de Texas y Florida.

Si los reguladores en general les tienen miedo a riesgos inéditos que pongan en peligro el sistema financiero, la lista debería incluir guerras, pandemias, ciberataques, crisis de deuda soberana, crisis políticas y hasta ataques de asteroides. Todos excepto estos últimos son más probables que el riesgo climático. Y si nos preocupan los costos de las inundaciones y de los incendios, quizá deberíamos dejar de subsidiar la construcción y reconstrucción en zonas anegadizas y proclives a los incendios.

El riesgo regulatorio climático es ligeramente más verosímil. Los reguladores ambientales podrían resultar tan incompetentes como para dañar la economía al punto de crear una corrida sistémica. Pero ese escenario parece demasiado descabellado inclusive para mí. Una vez más, si el problema es el riesgo regulatorio, entonces los reguladores salomónicos deberían exigir un mayor reconocimiento de todos los riesgos políticos y regulatorios. Entre las nuevas interpretaciones de la ley antimonopolio de la administración Biden, las políticas comerciales de la administración anterior y el deseo político generalizado de “desguazar a las grandes tecnológicas”, los peligros regulatorios no son pocos.

Sin duda, no es imposible que algún evento terrible relacionado con el clima en los próximos diez años pueda provocar una corrida sistémica, aunque nada en la ciencia o economía actual describe un evento de esas características. Pero si ése es el temor, la única manera lógica de proteger el sistema financiero es aumentando drásticamente la cantidad de capital social, que protege al sistema financiero de cualquier tipo de riesgo. La medición de riesgo y la regulación tecnocrática de las inversiones climáticas, por definición, no pueden proteger contra incógnitas desconocidas o “puntos de inflexión” no modelados.

¿Qué pasa con los “riesgos de transición” y los “activos bloqueados”? ¿Las compañías de petróleo y gas no perderán valor en el traspaso a una energía con bajos niveles de emisiones de carbono? Seguramente que sí. Pero todos ya lo saben. Las compañías petroleras y gasíferas perderán más valor sólo si la transición es más rápida de lo esperado. Y los activos de combustibles fósiles tradicionales no están financiados con deuda de corto plazo, como las hipotecas en 2008, de manera que las pérdidas de sus accionistas y tenedores de bonos no ponen en peligro al sistema financiero. “Estabilidad financiera” no significa que ningún inversor nunca pierda dinero.

Asimismo, los combustibles fósiles siempre han sido riesgosos. Los precios del petróleo se volvieron negativos el año pasado, sin ninguna consecuencia financiera importante. El carbón y sus accionistas siempre se han visto perjudicados por la regulación climática, sin ningún indicio de una crisis financiera.

En términos más generales, en la historia de las transiciones tecnológicas, los problemas financieros nunca han surgido de industrias en decadencia. La crisis del mercado bursátil de 2000 no fue provocada por pérdidas en las industrias de las máquinas de escribir, los carretes, el telégrafo o la regla de cálculo. Fueron las compañías tecnológicas ligeramente avanzadas en su tiempo las que quebraron. De la misma manera, la crisis del mercado bursátil de 1929 no fue causada por el colapso de la demanda de carruajes arrastrados por caballos. Fueron las nuevas industrias de la radio, el cine, los automóviles y los electrodomésticos las que colapsaron.

Si a uno le preocupan los riesgos financieros asociados con la transición energética, los nuevos favoritos valuados astronómicamente como Tesla son el peligro. El mayor peligro financiero es una burbuja verde alimentada, como en bonanzas previas, por subsidios gubernamentales y el aliento de los bancos centrales. Las empresas exitosas de hoy son vulnerables a los caprichos políticos cambiantes y a las nuevas y mejores tecnologías. Si los créditos regulatorios se agotan o si las células de combustible de hidrógeno desplazan a las baterías, Tesla está en problemas. Sin embargo, nuestros reguladores sólo quieren alentar a los inversores a sumarse.

La regulación financiera climática es una respuesta en busca de una pregunta. El punto es imponer un conjunto especifico de políticas que no pueden prosperar mediante una legislación democrática regular o una potestad reglamentaria ambiental regular, que exige al menos la pretensión de un análisis de costobeneficio.

Estas políticas incluyen desfinanciar los combustibles fósiles antes de que hayan sido reemplazados por otra cosa y subsidiar los autos eléctricos, los trenes, los molinos de viento y las células fotovoltaicas alimentados a batería –pero no la energía nuclear, la captura de carbono, el hidrógeno, el gas natural, la geoingeniería u otras tecnologías prometedoras-. Pero, como a los reguladores financieros no se les permite decidir adónde debería estar destinada la inversión y qué es lo que habría que despojar de fondos, “el riesgo climático para el sistema financiero” es un concepto ideado y repetido hasta que la gente lo crea, para hacer entrar con calzador estas políticas climáticas en los limitados mandatos legales de los reguladores financieros.

El cambio climático y la estabilidad financiera son problemas acuciantes. Requieren respuestas políticas coherentes, inteligentes y científicamente válidas, y pronto. Pero la regulación financiera climática no ayudará al clima, politizará aún más a los bancos centrales y destruirá su independencia preciosa, mientras que obligar a las compañías financieras a diseñar evaluaciones de riesgo climático absurdamente ficticias arruinará la regulación financiera. La próxima crisis tendrá algún otro origen. Y nuestros reguladores obsesionados con el clima una vez más no podrán anticiparlo en absoluto –de la misma manera que una década de comprobadores de resistencia nunca consideraron la posibilidad de una pandemia.

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2021-07-23T07:00:00.0000000Z

2021-07-23T07:00:00.0000000Z

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